Crush, la crónica de Gustavo Guadián

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La obra del joven yucateco fue galardonada al premio «#Vive Tu Centro Vivo»

Mérida, Yucatán, 02 de diciembre de 2018.- El joven escritor Gustavo Guardián Aguilar obtuvo el primer lugar del concurso «#Vive Tu Centro Vivo», en categoría de Crónica con su trabajo denominado «Crush», el premio lo recibió de manos del escritor Adrián Curiel, la arquitecta María Elena Torres y el cineasta Issac Zambra.

La sede para la entrega del premio fue en La Negrita-Cantina, lugar al que asistieron artistas, intelectuales y activistas sociales  para celebrar a los ganadores, en donde también se presentó el mítico Tony Camargo, quien interpretó «Yo no olvido el año viejo».

Guardián Aguilar, expresó sentirse muy contento y satisfecho por el trabajo que hizo, reconoció la importancia de escribir y de contar historias siempre que sea posible. Adelantó que un futuro próximo espera presentar un libro de cuentos y ensayos.

Con la autorización del autor, transcribimos íntegramente la crónica ganadora.

CRUSH

¿Sabes?, esta es una de esas historias que no se cuentan a menudo por el miedo de perder amigos, pero, ¡qué diablos!, voy por esos tres mil pesos.

            Para entonces tenía veinte, estudiaba comunicación y trabajaba, cada sábado, en un despacho de abogados armando expedientes y falsificando firmas. Al terminar, a mis jefes les daba sed de la mala y no era difícil suponer que comenzarían a chelear hasta agotárseles las fuerzas, porque dinero siempre había.

             Aquella tarde, me acuerdo bien, yo apenas tenía doscientos pesos  y los de la oficina ya se ponían de acuerdo para verse en  La Negrita. Salí para tomar el camión e irme a casa, pero una voz detrás de mí preguntó:

-¿No vas, Gustavito?- Me decían así por ser el más chico entre puro chavoruco.

-Pues, no tengo lana- Respondí.

            Un “no hay pedo, nosotros pagamos” me notificó sobre la borrachera que se avecinaba, así que sonreí, caminé hacia el estacionamiento y me subí a un auto al azar; total, todos iban a la misma mesa con mantel de mangos.

            En cuanto cruzamos la puertezuela de cantina antigua, nos envolvió el estilo tropical de La Negrita: afiches isleños y adornos caribeños con un son cubano de fondo, daban la ilusión de estar en la Habana vieja una tarde de domingo. Los ventiladores de techo estaban a todo lo que da, pero, ¿sabes?, siempre he tenido la ligera sospecha de que, apropósito, no ventilan lo suficiente para que todos nosotros, los buenos borrachos, pidamos cubetazos a diestra y siniestra para mitigar el calor.

            Las chevas corrían de un lado al otro de nuestras mesas con mantel de mangos, (dos mesas porque éramos bastantes); yo solo atendía a la plática pero no comentaba gran cosa, de hecho, nada; me dedicaba a darle tragos a mi Tecate y en cuestión de minutos, aparecía una nueva, bien helada, junto a mí, sin siquiera pedirla o tomar un respiro para echarme un chicharroncito o una palomita con chile. Si quieres saber de qué hablaban, te diré lo poco que me acuerdo: del tema de la Champions, pasaron al de unas mujeres que conocieron en una fiesta, y de ahí, comenzaron a charlar a cerca de un cliente al que habían demandado por incumplimiento en el pago de manutención para sus hijos.

            Ya llevábamos como diez o quince cubetas, no recuerdo bien, entre los siete que estábamos aquella tarde, sin embargo, como a eso de las cuatro, llegaron las novias de dos jefes, a las cuales ya conocía de fiestas pasadas y que por supuesto, también me llamaban Gustavito. Las muchachas treintañeras, bebían daiquirís en esos recipientes cristalinos que todo el mundo denota por hipsters, y aunque llegaron tarde, no se les hizo difícil agarrar el pedo. Yo, por mi parte, ya aventaba uno que otro comentario y soltaba albures, pues con el alcohol en el cuerpo, cualquiera desconoce jerarquías laborales.

            Faltarían diez minutos para las cinco cuando comenzó el desmadre: llegó el “negro” con su esposa; él era de la fiscalía y lo conocía por diferentes tramites que me tocó diligenciar, y por fiestas pasadas; ella en cambio, era una abogada trabajando para una notaría; juntos tenían a una bendición, producto de un descuido de pastillas; eso lo supe porque fue él quien me lo contó en otra borrachera.

            Ya estaba más pa’ allá que pa’ ca diciendo cuanta pendejadas se me ocurriese y mis jefes igual, ¿para qué voy a mentir? La esposa del “negro” había quedado frente a mí en la mesa, y, ¡por Dios Santo!, es una de esas semi-maduritas por las que sumes la panza y sonríes a lo pendejo: de tez blanca, alta, delgada, con ojos de felina y cabello negro lacio; con pocas nalgas pero prominentes senos que, aquella tarde, se oprimían en su blusa de botones y, de cuando en cuando, se soltaba justo el botón que dejaba entre ver el lacito azul en medio de sus copas “C”, me atrevo a calcular. Mirarla me causaba nervios, ansiedad de estar más cerca y hablarle, pero no tenía un tema ese día para llamar su atención. En reuniones pasadas, cuando ya estábamos medio ebrios los dos, daba la casualidad de que charlábamos de políticos, situaciones sociales, procesos legales o cualquier verborrea interesante, y, ¡carajo!, qué suerte tenía  el “negro” de estar con ella todos los días y noches, porque además de estar súper buena, es increíblemente inteligente.

            Había tomado un segundo aire después de la décima o doceava vez que iba al baño, ella seguía ahí, frente a mí, revisando su celular porque participaba poco en la plática; de pronto, me abobé viéndola y levantó la cara después de unos segundos al percatarse de mi mirada; sonrió y sonreí, pero la vergüenza me carcomió desatando una corriente eléctrica que entumeció mis piernas. Volteé la cara para dispersarme pero era muy tarde, ella se dio cuenta de mí y yo ni tenia donde meter la cabeza; ¿y si se dio cuenta algún otro jefe? ¿Y si el “negro” me vio viendo a su mujer? ¿Qué hago ahora?, me cuestionaban los pensamientos de borracho. Menos mal no le estaba viendo los pechos porque ahí sí, ni como excusarme.

            Pasó un rato; ya más tranquilo, me entrometí en la plática, que para ese momento trataba sobre si  era más factible comprar un mini cooper o viajar a Europa; yo por supuesto preferí Europa porque ni se  conducir. Miraba de reojo a la licenciada, y si, la descubrí viéndome entre trago y trago de su margarita. Tú no sabes cómo me puse en ese momento, pero ella sabía perfectamente lo que me causaban sus ojos sobre mí; estaba indeciso entre voltear o no voltear completamente, el estómago se me revolvía de alegría y la boca me cosquillaba por imaginarme como sería un beso de esos labios rellenos de gloss. Volteé, ¡carajo!, claro que volteé; clavé también mis ojos en sus ojos y le sonreí para que sintiera lo que sentí momentos antes, y, por supuesto, mi adrenalina se  elevó y me temblaron las manos, las piernas y los pocos vellitos de mi piel. Al mirarnos de frente, luego de medio segundo, sin exagerar, me di cuenta de que tenía abierto, de nuevo, el botón de su blusa y sin decir nada, lo cerró  frente a mí; y, ¿qué querías que pensara o hiciera? ¿Me estaba coqueteando  o eran puros sueños húmedos?, a lo mejor, pensé, solo me veía porque se distrajo con algo atrás de mí y en realidad ni en cuenta conmigo.

            Seguimos cheleando, caguameando o como quieras llamarle. La charla ya ni recuerdo de que era, solo me acuerdo de ella y del intercambio de miradas que nunca se volvieron a conectar hasta que se fue a bailar; ella sabía que la miraba, y yo, lo mismo, me daba cuenta de sus ojos pero hasta ahí. ¿Me ponía nervioso?, claro que me ponía. ¿La ponía nerviosa?, no lo sé.  La vi levantarse de la mesa con las otras chicas; fueron al baño y luego se quedaron por ahí a bailar unas salsas. Entre tanto gentío que atiborraba el lugar, podía distinguirla; moviendo las caderas, soltando las piernas y descargando todos los estreses de su oficina. Logré verle los ojos, tan entrigresados y llenos de una pasión adquirida por el tequila en su margarita o, quizás, porque no se había acostado con su esposo en esos días; no estoy seguro. Nos sonreímos de lejitos y me petrificó. 

            Ellas regresaron a la mesa. Yo, entre que tomaba otra chela y hacia un comentario a la charla, me daba tiempo de mirarla, quizás más descarado porque todos estábamos bien borrachotes, y, ¿qué más da?, si hasta el “negro” se estaba riendo de cualquier pendejada y ni cuenta de que su mujer me coqueteaba, porque para ese momento, ya era más que evidente. En tres ocasiones, sin exagerar, nos miramos y sonreímos a la par; seguía estremeciéndome cada vez que cruzábamos la vista, pero ninguno se atrevió a tener una conversación aparte.

            Antes de ir por última vez al baño la vi fijamente y me vio, entonces fui a donde los orinales e hice lo que debía. Al salir, la gente bailando y quienes no tenían mesa acaparaban todo el camino de regreso a mi silla; tenia las piernas débiles, los parpados adormecidos y la lengua entumida, veía doble o triple. De pronto, una mano me jaló y quedé apoyado en una pared, teniendo a la licenciada en frente de mí, ebria también.

            -¿Por qué me miras tanto?- Preguntó a quemarropa.

            Porque me encantas, maldita, me encantas demasiado; hubiese querido contestar, pero los nervios, el miedo y la excitación que me invadieron en ese momento por tenerla ahí, tan cerca, aunado con la torpeza de mi boca, solo me permitieron balbucear:

            -Porque es usted muy bonita, licenciada.

            -¿Mucho?- inquirió.

            Antes de decirle que sí, sus senos ya se apretujaban sobre mí y sus labios estaban a una distancia mínima, permitiéndome sentir el vaho cálido de su aliento, deliciosamente aromatizado con el tequila y los cítricos de sus margaritas. Me besó. Fue solo un segundo de infarto en el que sus labios de cereza y su lengua coqueta me dominaron ahí, en una semi-oscuridad en medio de la muchedumbre que guardarían el secreto. Ella, sin dar explicaciones, se regresó a la mesa. Yo quedé apazguatado y sin poder creer lo que había ocurrido. Ahora no la cagues, Gustavito, me decía a mí mismo antes de volver con los demás.

            He estado en otras fiestas con todos ellos, la licenciada incluida, pero ese beso no se ha repetido de nuevo y nunca lo hemos platicado, aunque te aseguro: la próxima, no se la perdono.