No abandonará su barco

Navegante, mal marido y apasionado del mar, don Carlos, el náufrago que llegó accidentalmente a El Cuyo

Tizimín, Yucatán, 4 de febrero de 2018.- A lo lejos del malecón de El Cuyo apenas se alcanza a ver el velero “Jocker” varado en la orilla de la playa, prácticamente “recostado” de su lado derecho. Hace una semana que, accidentalmente, la corriente marina lo arrastró hasta ese pequeño puerto localizado en Tizimín, en el oriente de Yucatán.

Su único tripulante, de 78 años de edad, Carlos Balderas Ramírez Garrido, confía que pronto lo pueda reparar junto con los pescadores locales, pues su viaje en altamar aún no termina.

Él salió hace casi dos años de las Islas Canarias, España, y atravesó todo el Océano Atlántico. No lo presume, no se trató de una meta o una aventura, únicamente, confesó, salió a dar la vuelta, como lo ha hecho en los últimos años de su vida, ya que se considera un apasionado de los barcos.

En el puerto no todos están enterados de este insólito hecho. Pocos saben que el domingo pasado encalló ese velero de 48 pies de eslora, de fabricación alemana, y que desde 1977 ha recorrido  diferentes partes del mundo.

Su dueño, su capitán, se presenta como un “mexicano químicamente puro”, y reconoce que “está algo loco” por aventarse solo a esta travesía, dependiendo únicamente de las velas de la embarcación, ya que el motor hace mucho que dejó de funcionar.

Aquel hombre de piel quemada por el sol y de barba blanca,  invirtió  sus ahorros y su tiempo para que el “Jocker” pueda navegar, y como él mismo señala, “me salió bueno el barquito, aguantó varias tormentas, me salvó en momentos difíciles en donde pensé que el mar me tragaría”.

Para llegar al velero se tiene que caminar varios kilómetros en la arena, ahí sigue, no puede flotar. Debido a los golpes que sufrió aquella noche en donde el viento se detuvo y la corriente marina agarró una fuerza impresionante, se abrió un agujero en el tintero, en la parte inferior de la nave.

Dos militares de la Marina aguardan a pocos metros, vigilan que no haya anomalías, levantaron un campamento y están en guardia permanente. “Don Carlos debe estar en el pueblito, desde ayer no lo vemos, pero no se puede ir a ningún lado, no va dejar su velero”, comentó uno de los uniformados mientras avisaba por teléfono a sus superiores que la prensa buscaba al náufrago.

El fotógrafo que recogió conchas durante todo su camino por la orilla, y que no conocía los colores del mar de ese puerto que todavía tiene arena, no tardó en sacar su cámara. Fueron tres horas de viaje en carretera y algunos kilómetros caminando, hasta que al fin encontró el barco.

Luego de unas fotos, de regreso al pueblo por un camino malo que pasa por el cementerio, angosto, con baches de lodo, y con aves marinas rondando. Alguien debe saber dónde está el desconocido navegante.

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Tras preguntar a los vecinos y recorrer direcciones confusas, dieron con el aventurero, quien en cuclillas desarmaba el piloto de viento de su embarcación, para guardarla en la casa de la familia Ferreira Gómez, que le está dando alojamiento desde su fortuita llegada.

En chanclas y bermuda, con una playera manchada de arena y una gorra con la imagen de “Snoopy”, don Carlos recibe a los reporteros, no tiene problema en narrar su historia, pues quizás contándola alguien pueda enterarse que necesita ayuda para remolcar el velero.

Lo primero que reveló de forma irónica fue: “soy un mal padre, y un pésimo marido, porque me encontré una amante, que son los barcos”.

No le gustan las historias románticas, por eso recalcó que su plan no era atravesar el Atlántico. Pocas veces avisaba a las Capitanías de Puerto su paso por el mar, no era un “desaparecido”, sólo quería navegar.

“Me encanta el mar, hay quienes se enferman con el juego, las drogas o se hacen políticos, a mi me dio por ser navegante”, declaró, mientras un joven le pasaba unas llaves para desmontar el aparato.

Tuvo que pasar un año y ocho meses para llegar a aguas mexicanas, estuvo unos días en Cancún, Quintana Roo, pero quería conocer Progreso, con la única finalidad de pintar ahí su barco, dejarlo bonito luego de todo este tiempo de travesía.

“El clima estaba hermoso, tranquilo, todo iba bien, cuando de pronto el viento dejó de soplar, como si le hubieran bajado el switch, y ya no pude controlar el velero”, relató don Carlos, al recordar esa  noche cuando la corriente marina tomó fuerza y lo aventó a El Cuyo, puerto en donde nunca antes había estado.

“Eso que dicen que el capitán nunca abandona el barco es pura mentira, cuando me di cuenta que algo grave pasaba no dudé en tirarme al mar… claro, primero me puse mi chaleco salvavidas, que por suerte nunca inflé”, explicó.

No fue una buena decisión, ya que las olas negras lo arrastraban, estuvo a punto de ahogarse, todo era confusión y pensó lo peor, que el viaje había terminado.  Como pudo, y tras varios golpes, de nuevo pudo subirse al barco, pues ya estaba cerca de la orilla.

Al llegar fue auxiliado por los pescadores del puerto, y la Policía Municipal le ofreció una celda para que pasara la noche y se bañara. La embarcación se llenaba de agua, y en seguida se dio cuenta que había un agujero.

Pero don Carlos nunca se ha sentido solo. Al contrario, confiesa optimista que podrá reparar el barco, y no pierde el tiempo para lograr ese objetivo, ya que cuenta con la mano extendida de los pobladores que le brindan techo, comida y horas de su tiempo para desmantelarlo, primera fase para después “soldar” el agujero.

Uno de ellos es Dámaso Ferreira Gómez, hombre de mar que no  permitió que pasara la noche en la cárcel pública de la comisaría. Le colgó una hamaca en su sala, y todas las mañanas van juntos al punto en donde está varado el velero, para repararlo.

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En su humilde casa, los pescadores y familiares escuchan las historias del náufrago, como cuando una ola del tamaño de un elefante lo sorprendió frente a la costa de Venezuela. “Tardé once horas en sacar el agua del barco, ya luego supe que se trató de una especie de tsunami”, relató.

O cuando rodeó con su velero todas las islas de Cabo Verde –en África-, excepto una, porque un volcán estaba en activo y era peligroso navegar por esa zona.

Hubo ocasiones en donde se quedaba sin agua para beber, por lo que tenía que hidratarse con sus propios orines. También fue víctima de un asalto de piratas, quienes llegaron en lanchas motorizadas, se subieron a su nave, lo golpearon y se llevaron el poco dinero y comida que tenía guardado en su reserva.

Durante su travesía contó con asistencia medica en la Isla Margarita en Venezuela, en donde conoció la pobreza que vive ese país sudamericano por culpa de la dictadura de Nicolás Maduro.

También fue remolcado al puerto de Santa Martha -sin que él lo pidiera- por los Marinos de Colombia, quienes tenían reportes de que “estaba desaparecido”. Fue un momento difícil, ya que le faltaban pocos días para llegar al Canal de Panamá y su pasaporte estaba a punto de expirar.

“Yo no salí a altamar porque quisiera cruzar el Atlántico, pues el mar es como las mujeres, puedes tomar una decisión acertada o no, a mi lo que me gusta es velear hasta donde pueda”, indicó don Carlos, originario de la Ciudad de México, y quien durante muchos años trabajó como buzo en empresas petroleras en donde realizaba labores de mantenimiento.

La plática se detuvo unos momentos. Era la hora del almuerzo. La familia anfitriona preparó un caldo de langosta y camarones que ellos mismos pescaron, acompañado de unas cervezas frías. “Hace muchos años que no probaba una Modelo”, confesó satisfecho el hombre durante la comilona.

Sus nuevos amigos bromeaban, se servían más platos, bebían, le daban de comer los huesos que sobraban a las mascotas; atrás quedaron las “broncas familiares”, todos se han unido para ayudar al náufrago que llegó a El Cuyo. “Sírvete otro caldo, quién sabe cuando volverás a comer”, dijo burlona una de las mujeres a un pescador que se sumó al convivio.

Luego de la hora sagrada de la comida, los hombres prepararon sus herramientas, encendieron sus motocicletas y emprendieron el regreso a la playa, en donde el barco espera varado, ahí donde los Marinos armaron su campamento con ramas de la vegetación porteña.

En el trayecto, don Carlos se cruzó en la orilla con Policías Estatales, quienes habían dejado su patrulla kilómetros atrás,  y que también recogían conchas. Les avisaron del barco encallado y fueron a corroborar el hecho.

-Buenos días, ¿qué hacen por aquí?- preguntó uno de los agentes a quien se le dificultaba caminar con botas en la arena.

-Nada, paseando- respondió el hombre.

-¿Van al barco?- cuestionó extrañado.

-Sí, es mío- dijo don Carlos, quien brevemente le explicó su travesía

-¿Y qué le pasó? ¿qué hace por aquí?-  preguntó asombrado el oficial, mientras hacía unos apuntes en su libreta.

-Pues ya ve, cosas que pasan- declaró antes de seguir su camino hacia el “Jocker” que no piensa abandonar.

Los pescadores, como pudieron, se subieron al barco, y entraron a la cabina para rescatar algunos documentos y cartas de navegación que les pidió el náufrago. También encontraron unos dardos con los que solía jugar en las tardes de aburrimiento en altamar.

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Don Carlos observaba a lo lejos, en la orilla de la playa, y repetía que ha sido un mal marido. Reconoce que su esposa, Martinna, a quien conoció en Brasil en donde trabajó como buzo para una petrolera, está muy preocupada. No la ve desde hace casi dos años, y cada vez que llegaba a tierra hacía hasta lo imposible para contactarla por teléfono.

“Nos íbamos a reunir en diciembre, toda la familia, pero no pude llegar… ella es la que… siempre me ha apoyado… ella es… ella es mi mujer», señaló con palabras que se atoraron en su garganta

Alzó de nuevo  la vista hacia el “Jocker”, y sostuvo que lo va a reparar. No tiene dinero, pero sí un barco, es lo único que le queda, y le servirá para atravesar el Canal de Panamá hacia el Pacifico, pues su viaje podría terminar en Baja California Sur, en donde lo espera su esposa, ahí trabaja.

De nuevo volvió a sonreír, confesó que su mujer sí lo entiende. “Cuando estábamos de noviecitos me la llevé a pasear en un barco que compré en Martinica, y que se nos hundió frente a la costa de Colombia… ella me comprende, me conoce, sabe que mi pasión es el mar y que nunca dejaré de navegar”, señaló. (Herbeth Escalante; fotos de Carlos Martínez)